La memoria de las raíces
Desde lo alto, observo la llanura extendiéndose a mis pies. Es verano aún, pero veo cómo el otoño, siempre sigiloso, roza ya los valles y colinas. Los días, cada vez más breves, traen el olor de las últimas tardes de agosto.
Miro a los viñedos abajo, derramándose en verde y empezando a teñirse de oro. Las uvas, hinchadas del sol que las alimenta, esperan nerviosas ser recogidas. Los agricultores se preparan. Desde aquí, veo sus manos arrugadas, sus cuerpos vencidos por haber abierto la tierra otro año más.
Cada vez que los observo, recuerdo otros tiempos, otras manos. Recuerdo cuando estos caminos eran apenas sendas estrechas, marcadas por los pies descalzos de quienes vivían de la tierra; las mismas huellas que pisaron sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. Las voces de aquellos que ya no están aún susurran en las montañas que rodean el valle.
Las montañas me lo dicen, ellas que lo han visto todo, lo que está y lo que no está. Ellas murmuran las voces de los que ya se fueron, los que aún andan en estas tierras sin que nadie los vea. A veces, el viento me trae sus nombres; o el olor de la leña quemada que sale de sus casas, o del campo quemado tras la siega, o de la lluvia que está por llegar.
Y entonces sé que es el momento. La tierra lo sabe también. Las viñas perderán sus frutos y los hombres y mujeres bajarán de las colinas con sus cestos, con los pies cansados, pero con los corazones encendidos por haber tomado de la tierra lo que esta les ofrecía.
Mis hojas no se quejan. Se preparan. Pronto caerán, envueltas en ámbar y fuego. Lo han hecho tantas veces antes, tantas que ya ni cuento.
A lo lejos, las montañas, esas viejas, se pierden en la bruma y me recuerdan lo antiguo que es esto. Ellas, que vestidas de robles, tejos y encinas, lo han visto todo.
Decían que había brujas en los bosques y que, bajo la luna llena, bailaban en círculos entre los helechos. Otras hablaban de los romanos, de las huellas de oro que habían dejado en el río y de las ruinas rojizas que aún anunciaban su presencia. Recuerdan el paso de los pastores, de los comerciantes, de los peregrinos y también de los lobos que bajaban al valle para probar el valor de los que allí vivían.
Aquí todo sigue su curso. Lo veo en los surcos de la tierra, en las historias que el viento lleva de boca en boca. Yo, en mi vigilia inquebrantable, observo sin prisas. Sé que en cada hoja que cae de mis ramas, en cada rama que queda desnuda, en cada arruga de los campesinos, está la esencia de este lugar. Aquí, el tiempo no solo pasa. Aquí se acumula, capa sobre capa, como los anillos que recorren mi tronco.
Siento en mis raíces la llegada del frío y la tierra tiembla. El ciclo está a punto de cerrarse. Lo sé, lo siento.
Pronto llegará el invierno y las heladas cubrirán los campos. Pero no importa, porque bajo la escarcha, la vida duerme. Duerme y espera. Y cuando el frío se retire, las manos volverán a abrir la tierra, los surcos volverán a llenarse de vida y yo, desde lo alto, seguiré observando.
Año tras año, las estaciones pasarán sobre los cuerpos de los que trabajan esta tierra que no olvida y yo tampoco. Porque yo, el castaño, que he echado raíces en esta tierra antigua, sé que el paisaje no se limita a ser visto. Aquí el paisaje no se explica, no se cuenta. Aquí el paisaje se respira, se es.
Marino Olivares.